La Paz, esa ciudad que se desparramaba caóticamente por los costados de una hoyada: entre cerros, laderas y angostas callejuelas dispuestas azarosamente, es ahora más torbellino que nunca.

La magia de encontrarse en medio de una urbe expuesta permanentemente al cielo, casi como para tocarlo con las manos, no ha cambiado en su esencia; más bien, habría que decir, ha optado por encumbrarse todavía más, llenándose de gente, de ruidos, de luces, de vértigo. Como un gigantesco hormiguero.

Fiel a su estampa, sigue siendo la ciudad que bulle y ruge entre las montañas, que busca su propio oxígeno en las cumbres, que se acomoda a sus siempre reducidos espacios sin resignar nunca su talante combativo, resistente, estoico a veces, pero nunca sometido ni conformista.

Se le dice “ciudad cosmopolita”. Y en efecto, aunque el núcleo migratorio ha ido optando por destinos más pujantes en lo económico, ésta no ha dejado nunca de ser algo así como la  síntesis de la bolivianidad, y con ello, se ha prestado a acoger no sólo visitantes y moradores de las más variadas procedencias, sino sobre todo a ofrecerse siempre abierta a lo nuevo, seducida inevitablemente por la vanguardia del hacer y del pensar, y diversa hasta el más recóndito de sus confines.

No solamente por ser la sede de Gobierno, sino más bien a pesar de ello, La Paz ha tenido que ofrecer respuestas constantemente creativas e innovadoras a las demandas de una ciudadanía pluricultural, deseosa de progreso y modernidad en todos los sentidos, pero paradójicamente aferrada a su tradición, cultura y sincretismo, casi como ninguna otra.

Ciudad que empuja el carro –muchas veces pesado- de la modernización, pero que a contramano busca perpetuar ese ajayu ancestral que le da sentido de pertenencia.

Muchas pueden ser las lecturas sobre este rasgo paceño, pero el solo recorrer La Paz -la más antigua y la que presume de moderna- nos permite adivinar este temperamento profundamente particular, contradictorio a veces, pero indiscutiblemente auténtico.

La irrupción esperada y demandada de una nueva era en el transporte, ha sido el sino de este 2014 (con Pumas Katari y teleférico) y como si la ciudad no quisiera verse expoliada de su rostro primigenio, ha florecido la bohemia con su peculiar estilo de vivir el arte; el folclore, con un Gran Poder nunca antes más fastuoso; y un reencuentro con el sabor y el olor de la comida de estas tierras, que ahora es buscada para fusionarla con los sofisticados recursos de la  gastronomía internacional.

Así Nuestra Señora de La Paz recibe su 205 aniversario. Con la vista puesta en el futuro y en los desafíos de una metrópoli cada vez más pujante, pero celosa de lo suyo, de lo propio, de lo que la hace única: de su ajayu.